Palabras de Ernesto Zedillo en la Sesión Inaugural de la Conferencia Anual de la IBA

Comienzo por confesar que acudo a este foro de “creyentes en las reglas” a romper una regla, así sea una de mi propia creación y autoimposición. Esa regla —que no he roto en ya casi un cuarto de siglo— es la de dejar estrictamente a otros la labor de hacer comentarios, análisis y escrutinio de los acontecimientos, decisiones y consecuencias de mi paso como Presidente de la República, junto con mi firme voluntad de abstenerme de comentar públicamente los acontecimientos políticos de mi país.

Pienso que suspender, de manera excepcional, mi regla de autocensura en este foro se justifica por una razón muy triste:

Nuestro Congreso Federal acaba de aprobar —y ha sido ratificado por una mayoría de Legislaturas estatales—, un conjunto de reformas constitucionales que destruirán el Poder Judicial y, con ello, enterrarán la democracia mexicana y lo que quede de su frágil Estado de derecho.

Al argumentar a favor de esta atrocidad en curso, sus perpetradores han hecho referencia falsa y perversa a la motivación, el contenido y los resultados de la reforma que emprendí en 1994.

Mi primera decisión importante como presidente fue una iniciativa para reformar la Constitución de la República con el preciso fin de fortalecer la independencia y las capacidades del Poder Judicial mexicano.

Esa reforma —junto con otras que impulsé y fueron logradas— surgió de mi convicción de que la dificultad de México para satisfacer las demandas incumplidas de nuestro pueblo de progreso económico, social y político, se enraizaba fundamentalmente en nuestro fracaso histórico de construir una verdadera democracia.

Desde el fin de la fase bélica de la Revolución Mexicana en la segunda década del siglo XX, nuestro país fue uno en que, a diferencia de muchos otros de América Latina y el mundo, los poderes Ejecutivo y Legislativo se renovaban periódicamente mediante elecciones regulares y multipartidistas, aunque limitadas. La Constitución estipulaba la democracia como nuestro régimen político. Sin embargo, las reglas formales e informales eran tales que, durante mucho tiempo, los partidos políticos distintos al mío, de hecho, no tenían oportunidad de ganar esas elecciones periódicas. A nivel nacional y local, prevalecieron reiteradamente los gobiernos, tanto del poder Ejecutivo como del Legislativo, provenientes de un sólo y mismo partido, aunque con una regla de oro de no reelección, y esos mismos gobiernos eran los responsables de organizar y validar las elecciones.

Sin duda, la estabilidad política con el dominio de un solo partido produjo un progreso económico y social significativo durante varias décadas y permitió la creación de instituciones importantes y útiles.

Pero también tuvo un alto costo: un ejercicio del poder sin control, sin contrapesos y arbitrario. Las acciones del Ejecutivo no fueron controladas ni contrarrestadas por el Congreso; se asumía que el papel de este último era apoyar incondicionalmente al Ejecutivo. Ese apoyo fue bueno para ciertos propósitos. Sin embargo, durante las épocas de mayores desafíos ello también consintió el uso abusivo de la autoridad, lo que se tradujo en la formulación de políticas equivocadas que llevaron a graves crisis económicas y represión política.

En resumen, el sistema político de mi país, no obstante lo establecido por la Constitución de 1917, durante mucho tiempo no cumplió con los requisitos esenciales de una democracia plena y funcional.

México no contaba con una auténtica democracia porque el gobierno tenía la opción de ejercer el poder de manera arbitraria y errónea con total impunidad jurídica y política, debido a la ausencia de controles y contrapesos adecuados en el Congreso y el Poder Judicial.

No era una verdadera democracia porque, por acción y por omisión, el Estado de derecho deliberadamente continuó siendo débil, lo que no sólo generó inseguridad entre los ciudadanos y violaciones a sus derechos fundamentales, sino también normalizó la corrupción. La democracia y la justicia son mutuamente dependientes; una no puede existir sin la otra.

Por supuesto, para que la justicia sea realidad, deben cumplirse varias condiciones clave como leyes adecuadas, su aplicación imparcial y un acceso universal y equitativo al sistema judicial. Estas condiciones no son posibles sin un Poder Judicial profesional, imparcial e independiente, encabezado por una Corte Suprema con esos mismos atributos y además con la facultad adicional de declarar inconstitucionales las leyes y las acciones del gobierno cuando así lo sean.

La Constitución de 1917 postulaba la independencia e imparcialidad del Poder Judicial pero pronto, a través de una sucesión de reformas, ese ideal fue ignorado. En última instancia, estas reformas buscaron, en general, ampliar la capacidad del presidente de la República para influir, e incluso controlar, a la Suprema Corte de Justicia, permitiendo que sus actos de gobierno se llevasen a cabo sin ser obstaculizados por un Poder Judicial independiente.

Había múltiples medios de control del Ejecutivo sobre el Judicial, desde el nombramiento de los ministros hasta el control de su presupuesto.

Durante la mayor parte del siglo XX, el Poder Judicial se transformó simplemente en una parte del sistema político de México, basado en el predominio de un partido, esencialmente al servicio del liderazgo en turno.

Con frecuencia, la Corte dejó de proteger los derechos individuales, aprobó políticas y acciones gubernamentales que carecían de fundamento constitucional y limitó el acceso de los ciudadanos a la justicia.

Desde mi protesta como candidato a la Presidencia, a lo largo de mi campaña electoral y al tomar posesión como presidente, me comprometí a emprender las reformas necesarias para hacer de México una verdadera democracia con su compañero indispensable: un Poder Judicial independiente.

A los cinco días de asumir la presidencia envié al Congreso una iniciativa de reforma constitucional. Expliqué públicamente a la ciudadanía la importancia de la reforma propuesta, pero lo que resultó también crucial, fue acudir personalmente a ambas cámaras del Congreso para alentar respetuosamente a los legisladores de todos los partidos a que consideraran seriamente la iniciativa, así como a comenzar a trabajar juntos hacia una importante reforma electoral.

En mis encuentros con los legisladores, la premisa fue siempre el diálogo con todos los partidos, jamás la imposición. Con modificaciones introducidas por el Congreso mismo en ejercicio de sus atribuciones, la reforma de 1994 significó una ruptura con el pasado semiautoritario de México, facilitado por una Corte esencialmente subordinada al presidente. Corregir esa anomalía antidemocrática fue un objetivo principal de dicha reforma.

La reforma fortaleció de manera significativa y sensata el control judicial y los poderes constitucionales de la Corte. Adquirió una amplia y más fuerte facultad de decidir sobre la constitucionalidad de los actos de autoridad y las leyes, obtuvo la capacidad de derogar total o parcialmente la ley o el acto bajo su control. Fue dotada de la capacidad para decidir sobre controversias jurídicas entre los gobiernos federal y estatales, entre los gobiernos estatales y los municipios, y entre diferentes municipios. Se le atribuyó la facultad de decidir sobre los casos de inconstitucionalidad interpuestos por sólo un tercio de cualquiera de las cámaras del Congreso Federal contra leyes o resoluciones federales, y por sólo un tercio de las legislaturas estatales contra sus propias leyes o resoluciones estatales. La reforma no sólo fortaleció el federalismo sino su capacidad de proteger los derechos de las minorías políticas.

La reforma creó el Consejo de la Judicatura, al que se encargaron funciones como administrar el presupuesto judicial, nombrar a los tribunales inferiores, determinar criterios rigurosos de mérito y desempeño, y establecer mecanismos de supervisión. En consecuencia, se fortalecieron los requisitos para elevar los estándares profesionales de los miembros del sistema judicial y se frenó la laxitud tradicional en los nombramientos y jubilaciones por motivos políticos.

Con objeto de contar con una Suprema Corte compacta, competente y renovable, la reforma de 1994 ajustó su tamaño a once jueces, exactamente como lo disponía la Constitución de 1917 y se cambió el mandato vitalicio por uno de 15 años.

La adaptación a una Corte más pequeña planteó el desafío de no hacer diferencias irrespetuosas o interesadas entre los jueces vitalicios. Para abordar esto de manera justa, la reforma incentivó la jubilación anticipada de todos los miembros de la Suprema Corte. Esto también permitió un retorno inmediato a la regla original de la Constitución de 1917, que obligaba al Senado a elegir a los jueces de entre ternas presentadas por el Ejecutivo en las que quienes figuraran debían cumplir con estándares bien especificados y de un rigor sin precedentes.

La mayor parte de las reformas del siglo veinte, en realidad, buscaban una Corte que no representara problemas para el gobierno. En particular los presidentes que emprendieron reformas para renovar completamente su integración, dejaron por escrito que su intención era conformar una Corte que se adaptara a los actos y políticas del Ejecutivo. En cambio, tal como fue diseñada e implementada la reforma de 1994, el objetivo era precisamente el opuesto: establecer una Corte verdaderamente independiente, nunca subordinada al Ejecutivo.

Como me propuse actuar con la mayor pulcritud posible en la integración de las ternas que serían sometidas al Senado, éstas se basaron en las propuestas hechas por las barras de abogados, instituciones académicas de Derecho y distinguidos juristas. Fue un motivo de especial satisfacción para mí fue el no haber tenido nunca relación profesional, política o personal previa con ninguna de las once personas elegidas en 1995 por el Senado para ser ministros de la Corte. Esa Suprema Corte de Justicia dio prueba irrefutable de su independencia durante mi gestión al fallar en contra del Ejecutivo que yo encabezaba, en asuntos muy importantes. Todas esas decisiones fueron invariable y plenamente respetadas por mi Administración.

Una vez promulgada la reforma del Poder Judicial, convoqué a todos los partidos políticos a iniciar negociaciones para una reforma electoral que hiciera de México una democracia plena y funcional. El país había avanzado en esa dirección desde la notable reforma política de 1977, a la que siguieron otras reformas a lo largo de los años, aunque ninguna alcanzó un resultado ideal. Las reglas y los procedimientos electorales habían evolucionado hasta el punto de garantizar un conteo exacto de los votos. Por esta razón, a diferencia de casos anteriores, ningún partido de oposición impugnó la legalidad de mi elección. Sin embargo, las condiciones para la competencia electoral seguían siendo inequitativas. No dudé en afirmar públicamente que mi elección había sido legal, pero no justa. Esa fue la manera de señalar mi firme intención de negociar con seriedad y altura de miras de todos.

Las negociaciones que siguieron fueron bastante difíciles por muchas razones. No sólo los temas eran complejos y había que superar la desconfianza entre las partes, sino que debieron llevarse a cabo en medio de una terrible crisis financiera que se registró en el país al inicio de la Administración del nuevo gobierno. La crisis económica tuvo que ser enfrentada firmemente, con acciones dolorosas pero necesarias –y obviamente impopulares–, todo lo cual creó un ambiente político poco propicio para la negociación.

Tuve claro que las duras decisiones que debía tomar animarían a políticos oportunistas y demagogos, a lucrar políticamente con la situación. No me importó: mi deber no era ser popular sino hacer lo necesario para que México superara la amenaza de sumirse en el estancamiento económico y el retroceso social por muchos años. Con el esfuerzo de todos, se logró y en los siguientes 5 años, la economía del país creció a un promedio anual considerablemente mayor al registrado en 2 décadas, al tiempo que pudieron emprenderse políticas sociales que combatían frontalmente la pobreza. Esto se hizo sin condicionamientos políticos o clientelismos electorales, pues tales condicionamientos son el trato más indigno y humillante a los grupos menos favorecidos.

Pese a las dificultades, al cabo de 18 meses de arduos esfuerzos, el proceso llegó a una conclusión satisfactoria: todos los partidos acordaron una importante reforma constitucional que cambió radicalmente las instituciones, normas y procedimientos electorales.

Como resultado de esa reforma, el Instituto Federal Electoral (IFE) se volvió verdaderamente autónomo respecto al Ejecutivo. Entre muchos resultados importantes, la reforma estableció condiciones precisas para el financiamiento y el acceso a los medios de comunicación de los partidos políticos y sus candidatos a fin de garantizar la equidad en la competencia electoral. Asimismo, se estipuló el principio de que la autoridad electoral debe contar con recursos presupuestarios suficientes para cumplir con los más altos estándares en recursos humanos, equipo y todas las demás capacidades necesarias que exijan el cumplimiento de su responsabilidad crucial de proteger el voto de los ciudadanos. La protección de este derecho fue reforzada con la creación de un Tribunal Electoral Federal autónomo dentro del Poder Judicial para resolver todas las controversias electorales, al tiempo que dio a la Suprema Corte el poder de decidir sobre la constitucionalidad de las leyes electorales tanto a nivel federal como estatal.

Gracias a la reforma de 1996, los ciudadanos de la Ciudad de México obtuvieron el derecho a elegir democráticamente a su alcalde, en lugar de que el cargo fuese designado por el presidente, como había sido el caso durante mucho tiempo. En virtud de esa reforma, tanto el actual presidente de México como la próxima presidenta, fueron elegidos democráticamente para dirigir el gobierno de la ciudad.

La reforma de 1996 estableció las condiciones para que México tuviera por fin elecciones competitivas, imparciales y justas; en una palabra, impecables, como me había comprometido. Se contó con la participación honorable y enriquecedora de los dirigentes de todos los partidos políticos de entonces, a quienes siempre he guardado respeto y gratitud.

Esa reforma, junto con la reforma al Poder Judicial de 1994, proporcionó las condiciones para una democracia con una verdadera división de poderes y una presidencia efectivamente equilibrada por los otros poderes del Estado. Ello marcó el fin de la presidencia autocrática y abusiva, y la ansiada llegada de una presidencia verdaderamente democrática.

Con las instituciones, reglas y procedimientos creados por ambas reformas, en 1997 se celebraron elecciones al Congreso federal. Mi partido perdió la mayoría absoluta de la que había disfrutado durante casi siete décadas y se inició una nueva era de gobierno “dividido”, pero ciertamente democrático. Además, las elecciones de 2000 produjeron, por primera vez en la historia moderna de México, un presidente de un partido de oposición.

Si bien con la aplicación de esas reformas, México se convirtió en una verdadera democracia, no tuve la pretensión ni la ilusión de que fueran perfectas o de que nunca se necesitarían modificaciones. La experiencia de su instrumentación y, por supuesto, los cambios en las circunstancias internas y externas del país harían aconsejable y necesario, con el tiempo, introducir ajustes a lo establecido en las reformas de 1994 y 1996, así como buscar avances institucionales adicionales.

Confiaba, sin embargo, en que cualquier nueva reforma reforzaría nuestra democracia hasta convertirla en una democracia sólida e irreversible, y que, bajo cualquier circunstancia, se respetarían la legalidad, la competencia y la independencia tanto de las instituciones electorales como del Poder Judicial como piedras angulares del sistema.

Lamentablemente, esta condición clave ha venido siendo transgredida amplia, sistemática y agresivamente por el partido hoy en el gobierno y su jefe, el presidente de México.

Por un lado, la independencia y la capacidad institucional del ahora Instituto Nacional Electoral (INE) han sido atacadas sin descanso. La primera línea de este ataque ha sido calumniar, insultar y amenazar tanto a la institución como a las personas elegidas para garantizar que el INE cumpla su misión constitucional.

La institución sufrió una reducción arbitraria y significativa de los recursos presupuestarios necesarios para su adecuado funcionamiento.

Otro agravio crucial a la autoridad independiente del INE ha sido el abierto y desafiante desprecio por las reglas y procedimientos establecidos en la ley sobre lo que el gobierno no debe hacer antes y durante las campañas electorales. Estas violaciones fueron cometidas principalmente por el presidente y por miembros de alto nivel de su gobierno y su partido. Esta no es una conjetura mía; precisamente el Tribunal Electoral determinó que el Ejecutivo violó los principios de imparcialidad, neutralidad y equidad durante las recientes elecciones federales y estatales para favorecer a los candidatos del partido gobernante. Hace mucho tiempo, el INE había advertido al Ejecutivo sobre la ilegalidad de su falta de respeto a estos principios tanto a través de su retórica como de acciones gubernamentales concretas. Su respuesta siempre ha sido el rechazo, la burla y el desacato a la autoridad electoral.

Siempre se ha considerado que la práctica del clientelismo utilizada durante muchos años del siglo veinte era una forma abusiva, ilegítima y carente de ética política, para cooptar a los ciudadanos a fin de que apoyaran al partido “oficial”. Resulta trágico que, una vez en el poder, el partido oficial de ahora haya acogido el clientelismo, elevándolo a una escala inmensa y deshonrosa, en clara violación tanto del espíritu como de la letra de las reformas que habían hecho de México un país democrático.

A estas alturas, no cabe duda de que el objetivo último de este gobierno es eliminar al INE como entidad independiente, imparcial y profesional con capacidad y autoridad suficientes para organizar elecciones verdaderamente libres y justas. Esta afirmación no es superficial; ese propósito avieso fue explícito en los proyectos de ley enviados por el Ejecutivo al Congreso.

Dichos proyectos de ley, una vez aprobados por la mayoría controlada por el Ejecutivo, fueron declarados inconstitucionales por la Suprema Corte. Para sortear este obstáculo, se ha puesto en marcha un cambio constitucional con el mismo objetivo: derribar la autoridad electoral independiente y reemplazarla por un remedo de autoridad diseñado para estar bajo el control del gobierno.

Lamentablemente, los graves daños a la imparcialidad de las instituciones electorales, tanto del INE como del Tribunal Electoral, no tuvieron que esperar a ese cambio constitucional. La oportunidad para minar su independencia se presentó con los nombramientos hechos para llenar las vacantes dejadas por la conclusión del mandato de consejeros y magistrados. Se nombró a personas que carecen de la imparcialidad indispensable para aplicar la ley.

Prueba de esta reprobable condición quedó demostrada con claridad en las recientes sentencias del INE y del Tribunal Electoral, que otorgaron al partido oficial y a sus socios de coalición el 74 por ciento de los escaños en la Cámara de Diputados, pese a haber obtenido el 52 por ciento de los escaños. Esta absurda sobrerrepresentación, que viola flagrantemente la Constitución mexicana, fue falsamente justificada mediante una interpretación retorcida y mal intencionada de las reglas para la asignación de escaños a las coaliciones. El partido oficial fue obsequiado con una mayoría calificada (más de dos tercios) en la Cámara de Diputados, lo que le dio el poder de aprobar cambios constitucionales y actuar prácticamente sin limitaciones.

Habiendo conseguido la mayoría calificada gracias a ese escandaloso “regalo”, los instigadores ahora dicen que pueden esperar días o semanas para realizar la atrocidad de esa reforma electoral.

Lo que no se quiso demorar fue la destrucción de la independencia, los estándares profesionales y las capacidades del Poder Judicial Federal.

Al igual que respecto a las instituciones electorales, el Ejecutivo ha sido implacable, no sólo cuestionando los fallos de jueces y ministros cuando no se han alineado con sus preferencias, sino también al insultar al Poder Judicial como institución y a los ministros en lo individual.

Contrario a lo que establecen la Constitución y las leyes, el Ejecutivo ha maniobrado para llenar vacantes en la Suprema Corte con personas que difícilmente cumplen los requisitos indispensables de independencia, profesionalismo e incluso ética. A pesar de estas agresiones, la Corte había logrado, hasta ahora, preservar una mayoría para actuar con independencia e integridad, simplemente aplicando la Constitución para impedir los atropellos de otros poderes del Estado.

La frustración del presidente al no contar con una Corte sumisa ha evolucionado hasta transformarse en una venganza brutal: la destrucción de la independencia e integridad del Poder Judicial para que esté al servicio de la fuerza política en el poder.

A principios de este año, paradójicamente y a punto de la burla, justo en la fecha en que conmemoramos la Constitución de 1917, se publicó una iniciativa con numerosas modificaciones a la Constitución. Los cambios conducen, en última instancia, a la devastación del Poder Judicial y la abolición de otras instituciones estatales autónomas muy importantes para la transparencia, rendición de cuentas y otras áreas cruciales para el desarrollo del país. Estas instituciones condenadas a desaparecer precisamente fueron creadas para limitar el uso arbitrario de la autoridad del Ejecutivo. Se perderá otro contrapeso esencial en la democracia.

Juristas, abogados, asociaciones profesionales, legisladores de diversas filiaciones, integrantes de los poderes judiciales federal y estatal, y organizaciones de la sociedad civil se dieron a la tarea de analizar en múltiples foros, de manera profunda y respetuosa, la propuesta presidencial de reforma al Poder Judicial. Lo hicieron bajo la premisa, compartida por todos, de que las instituciones pueden y necesitan ser mejoradas, particularmente en México, donde el Estado de derecho y la seguridad ciudadana han estado en una situación crítica durante muchos años.

Los expertos que participaron en esos foros examinaron la coherencia entre el diagnóstico de los problemas, los objetivos declarados para enfrentarlos y los cambios institucionales propuestos en la iniciativa del presidente. En reiteradas ocasiones, concluyeron que la propuesta adolece de graves incongruencias. Lejos de resolver los graves problemas de justicia y seguridad que enfrenta México, las modificaciones propuestas los agravarán.

Contrariamente a lo que se afirmó, la propuesta del presidente no tiene nada que mejore la capacidad del Estado para procurar e impartir justicia. No sirve porque esta reforma no cumple con lo que debe existir en toda democracia: igualdad ante la ley, protección de derechos, imparcialidad, acceso a la justicia, capacidad de respuesta, transparencia, debido proceso y proporcionalidad. De hecho, los cambios violarían prácticamente todos esos principios. Es claro que la reforma no tiene qué ver con la búsqueda de justicia, pues no aborda las deficiencias institucionales que han provocado la actual crisis en la capacidad del Estado mexicano para proteger a las personas de la delincuencia, la violencia, las autoridades abusivas y corruptas.

Juristas y expertos han formulado los cambios institucionales y los recursos adicionales – humanos y materiales– necesarios para hacer efectivo el derecho fundamental a la justicia. Ninguno de esos elementos indispensables fue considerado en la iniciativa del presidente. Su intención es simplemente arrasar con el Poder Judicial como entidad independiente y profesional, y transformarlo en un servidor de quienes detentan y concentran el poder político.

Este objetivo perverso es evidente en la propia iniciativa, como lo demuestra un repaso de sus componentes clave. Permítanme resumirlos de manera breve. Con la promulgación de las reformas constitucionales, todo el Poder Judicial – jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte– serán destituidos en los próximos tres años. Sus cargos serán ocupados por personas elegidas por voto popular. Los candidatos surgirán de listas que, para efectos prácticos, serán determinadas por el Ejecutivo y el Congreso, ambos controlados por un mismo partido político. Los requisitos profesionales y de experiencia serán mínimos. No sólo la preselección será política, sino que la maquinaria del partido oficial se movilizará en las campañas electorales judiciales –como se hizo en las recientes campañas– para que sean electos los individuos más dóciles, no los más competentes. Naturalmente, otros actores que deseen jueces a modo para sus propios fines, incluyendo el crimen organizado, tendrán gran oportunidad de influir en los resultados a través de sus medios tradicionales: el dinero o la violencia. Este procedimiento de elección se reproducirá en los poderes judiciales estatales. En esencia, hay un riesgo apreciable de que miembros del Poder judicial no deban su puesto a las personas que voten en las elecciones judiciales ya que esas elecciones serán una grotesca farsa, sino que esos miembros deberán su lugar en el sistema judicial a sus patrones políticos que los incluyan en las listas electorales, así como a otros promotores cuestionables que bien podrían ser delincuentes que financiaron o apoyaron sus campañas.

Es previsible, entonces, que habrá jueces y magistrados que obedezcan, no a la ley, sino al poder político dominante. Este riesgo se verá agrandado porque el nuevo régimen dispondrá también de los medios para castigar a los “desobedientes”.

El Consejo de la Judicatura será suprimido, pese a que fue creado para garantizar la independencia de la gobernanza interna del Poder Judicial, y crear y gestionar la carrera judicial profesional. Su desaparición echará por tierra tres décadas de construcción institucional en este ámbito crítico para la democracia y el Estado de derecho.

En su lugar se crearán dos nuevos organismos.

Uno de ellos es la Administración Judicial, encargado de asignar y controlar los recursos del Poder Judicial, así como de administrar lo poco que quede de la carrera judicial. Más allá de algunos matices irrelevantes, una Corte ya controlada por el partido en el poder, el propio Ejecutivo y el Legislativo, procedentes del mismo partido, nombrarán a sus personeros como responsables de este organismo. Nada se menciona sobre los requisitos de profesionalismo y probidad que los integrantes de la Administración Judicial tendrían que cumplir, aunque su disposición para utilizar el presupuesto y los ascensos a fin de influir en las decisiones de los jueces bien podrá ser el factor determinante. Además, habrá otra salvaguarda para asegurar la sumisión de la Administración Judicial al Ejecutivo, ya que éste será el conducto para someter a consideración de la Cámara de Diputados —controlada por el partido oficial— el proyecto de presupuesto del Poder Judicial. Obviamente, si la Administración Judicial no cumple con las expectativas de obediencia, el presupuesto siempre será una herramienta de castigo.

El segundo organismo es el Tribunal de Disciplina Judicial, cuyo nombre revela perfectamente que no se trata de supervisar el gobierno interno del Poder Judicial, sino de garantizar que los jueces sean disciplinados para obedecer a sus amos políticos.

La idea del Tribunal es escandalosa pues viola abiertamente los principios básicos universales del Estado de derecho y de los Derechos Humanos. Esto se demuestra claramente al considerar tan sólo una de las capacidades de la entidad: la ley impondrá plazos fijos a los jueces para decidir acerca de casos penales y de fraude y evasión fiscal. Si los jueces no cumplen dichos plazos, serán llevados ante el Tribunal para ser investigados. El Tribunal tendrá plena autoridad para declarar culpables a los jueces y sancionarlos. No hay derecho a apelación. En otras palabras, no hay derecho al debido proceso. No es difícil imaginar que el Tribunal sea utilizado por el poder político para castigar a los jueces que no dicten sentencia rápidamente contra personas llevadas a los tribunales con argumentos falsos porque sean adversarios del régimen —no verdaderos criminales. Únase esto al hecho de que, con la reforma, la ley aumentará de manera considerable la autoridad de los fiscales para encarcelar a personas —dizque preventivamente— antes de completar la investigación pertinente. Queda claro que el gobierno será inmensamente poderoso para combatir cualquier disidencia. Todos los principios esenciales del Estado de derecho podrán ser pisoteados.

Si los propósitos, objetivos y medidas del proyecto de Reforma Judicial son aviesos, el proceso legislativo para su aprobación fue un gran fraude a la Constitución, las leyes y los regímenes interiores de las Cámaras del Congreso.

La Cámara de Diputados de la nueva Legislatura inició su periodo de sesiones el 1 de septiembre; el 80 por ciento de los diputados lo era por primera vez. Sin tiempo suficiente para estudiar la iniciativa de reforma ni discutirla, la mayoría calificada del partido oficial la aprobó el 3 de septiembre.

En el Senado, les faltaba un voto para alcanzar la mayoría calificada. Según informadores serios, el partido oficial obtuvo obscenamente el voto faltante, ofreciendo a un senador de oposición impunidad para él y sus familiares, que están acusados de graves delitos. Igualmente obsceno fue el plazo de dos días en que las legislaturas estatales con mayoría oficialista, ratificaron lo aprobado por el congreso sin sujetarse a los procedimientos establecidos por la ley. La aprobación de esta reforma judicial del partido en el gobierno es una felonía histórica.

Señoras y señores:

Justamente hoy los mexicanos conmemoramos el inicio de la lucha por la Independencia. Cuando esta se alcanzó, los mexicanos tuvimos por fin la oportunidad de convertirnos en una nación de mujeres y hombres libres, en una nación soberana que procuraría el progreso y la justicia que soñaron los padres de nuestra patria, Hidalgo y Morelos. La realización de su sueño fue frustrada por déspotas y caciques criminales que no querían a México; solo querían el poder y a sí mismos. Los antipatrias de entonces, con su maldad, transformaron nuestra espléndida y prometedora Independencia, en miseria para el pueblo, y en pérdida de soberanía y de gran parte de nuestro territorio para la nación.

Debieron transcurrir muchos años de luchas fratricidas que empobrecieron a México, para que nuestros héroes liberales pudieran vencer a los reaccionarios y llevar a cabo la Reforma que quedó inscrita en la Constitución de 1857 y que nos dio las bases para construir una República libre y democrática. Además, los liberales, con el gran presidente Juárez a la cabeza, derrotaron una invasión extranjera que, en complicidad con malos mexicanos, quiso imponernos como gobernante a un príncipe extranjero.

Desdichadamente, la ambición de poder de un gobernante traicionó los principios de la Constitución de 1857 y transformó la Reforma en una larga dictadura. En 1910, la dictadura fue vencida por Francisco I. Madero, quien le dio de nuevo la democracia a México. Empero, los antipatrias no tardaron en conspirar y asesinarlo. Transformaron la democracia de Madero en una criminal dictadura.

Aquella dictadura fue vencida por la Revolución Mexicana, que habiendo rendido frutos de progreso económico y social sin precedente en nuestra historia, también dilató demasiado en cumplir con la democracia de Madero con la que la Revolución había nacido. Gracias a mexicanos de varias generaciones, cuando concluía el siglo 20, logramos por fin decir con orgullo que ya pertenecíamos a una nación con verdadera democracia. Los nuevos antipatrias quieren transformar nuestra democracia en otra tiranía.

Ahora ya sabemos por qué se postulan como la cuarta transformación. En realidad, no hablan de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Se refieren a las felonías que transformaron esos episodios extraordinarios y promisorios de nuestra historia en tragedia para la Nación.

Esto es justo lo que busca la cuarta transformación: transformar nuestra democracia en tiranía.

Ernesto Zedillo Ponce de León

 

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